Los fundamentos políticos y doctrinales tras el establecimiento de un tribunal internacional para el enjuiciamiento de crímenes son de larga data en occidente. Ya en 1919, una vez terminada la Primera Guerra Mundial, los países victoriosos quisieron juzgar al Káiser Guillermo II de Alemania por el crimen de agresión, pero nunca se llegó a un acuerdo sobre la materia.
Su fundamento original más directo se encuentra en los Juicios de Núremberg y en los Juicios de Tokio. Pese a que el primero de estos ha sido objeto de graves críticas -tanto por castigar penalmente a personas jurídicas como las S.S. o la Gestapo, o por no aplicar principios de temporalidad y territorialidad de los delitos- fueron en conjunto considerados un gran avance en materia de justicia internacional.
Posteriormente, en los albores de la Organización de las Naciones Unidas, el Consejo de Seguridad recomendó a un panel de expertos el que se explorara la posibilidad de establecer una corte permanente de justicia en materia criminal. Sin embargo, después de largos debates, la idea no prosperó hasta los graves acontecimientos del genocidio yugoslavo (1991 - 1995) y el genocidio ruandés (1994).
En parte por estos trágicos hechos, y por el desarrollo alcanzado por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos y por el Derecho Penal Internacional, se celebró en la ciudad de Roma una Conferencia Diplomática de plenipotenciarios de las Naciones Unidas sobre el establecimiento de una Corte Penal Internacional, en cuya acta final, suscrita el día 17 de julio de 1998, se estableció la Corte Penal Internacional. Se trata entonces del primer organismo judicial internacional de carácter permanente encargado de perseguir y condenar los más graves crímenes, cometidos por individuos, en contra del Derecho Internacional.
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